sábado, julio 03, 2010

Carlos Monsiváis, Biblia y Estado laico. por Carlos Mnez. Gª

Desde hace poco más de dos meses se encuentra hospitalizado por problemas respiratorios. Le aqueja una fibrosis pulmonar. Desde este espacio deseo intensamente que Carlos Monsiváis se recupere. Junto con el deseo manifestado, quiero recordar que él ha sido un permanente defensor de los derechos de las minorías religiosas, de la vigencia del Estado laico y crítico de los excesos clericales católicos.



El día en que el escritor cumple 70 años (el 4 de mayo de 2008), publica en La Jornada un artículo cuyo título (“Los días de nuestra edad”) toma prestado, pero por supuesto, de la Biblia. Es el Salmo 90 versículo 10, que completo dice: “Los días de nuestra edad son setenta años; Que si en los más robustos son ochenta años, Con todo su fortaleza es molestia y trabajo; Porque es cortado presto, y volamos”. Con la cita, Carlos reitera lo que alguna vez me confió en uno de nuestros desayunos y extensas conversaciones: “Hay libros que lleva uno en su ADN”.

Hoy queda claro que es el más importante intelectual mexicano, y el único gran escritor que entre nosotros ha argumentado reiteradamente a favor de los derechos de las minorías religiosas, particularmente de los protestantes. Renuente a recibir homenajes y festejos, Carlos Monsiváis es un referente obligado para comprender las múltiples caras de la cultura mexicana. Esos distintos rostros reflejan la diversidad existente en el país, pluralidad que crece en distintos terrenos, y el religioso es uno de ellos.

Creo que para los integrantes de la amplia y global comunidad que sigue la intensa y variada producción del profeta de la colonia Portales (donde dice que le gusta vivir, pero más si el populoso barrio hiciera esquina con Manhattan), les será estimulante leer varios de los escritos que Carlos ha dedicado al tema de la intolerancia contra la comunidad evangélica/protestante de México.

Algunos de esos escritos se encuentran agrupados en un libro olvidado por los monsivaisólogos, quienes al intentar un recuento de los volúmenes escritos, prologados y traducidos por Monsiváis, han marginado una obra en la que específicamente el autor de Los rituales del caos arguye en favor de la denigrada minoría protestante. Nos referimos al libro Protestantismo, diversidad y tolerancia publicado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en el 2002. No existe referencia de ésta obra en la bibliografía del intelectual que Linda Egan enlista al final de su libro Carlos Monsiváis, cultura y crónica en el México Contemporáneo (Fondo de Cultura Económica, 2004). Tampoco hay noticia de ese libro en la extensa bibliohemerografía monsivaisiana incluida en el volumen El arte de la ironía, Carlos Monsivaís ante la crítica (UNAM-Ediciones Era, 2007), compilado por Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado.

A partir de aquí, con base en dos “confesiones” públicas hechas por Carlos Monsiváis exploro el significado que tuvo para él, en su identificación con las causas de las minorías, el hecho de haberse desarrollado en el seno de una comunidad estigmatizada. En medio de esas “confesiones” me ocupo de distintos escritos y participaciones de Monsiváis donde documenta y denuncia la intolerancia religiosa padecida por los protestantes y otros grupos, como los Testigos de Jehová. Los dos momentos son distantes entre sí por cuatro décadas. El primer momento que elijo es el de su Autobiografía, publicada en 1966, cuando él tenía 28 años y de acuerdo a sus palabras no conocía Europa. El segundo es su discurso dado en ocasión de haber recibido el premio de la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara, el 25 de noviembre del 2006.(1)

En su Autobiografía, como ya hemos documentado en otros escritos de nuestra autoría, y que ahora solamente mencionamos sin ahondar en el tópico, Carlos Monsiváis brinda sólidas pistas sobre las implicaciones de formar parte de una disidencia religiosa perseguida simbólica y físicamente. Al afirmar “me correspondió nacer del lado de las minorías”, y dar un pormenorizado recuento de las derivaciones culturales de ese hecho, Monsiváis traza un perfil excepcional, el suyo, en el mundo intelectual mexicano. Considero que las evidencias aludidas no han sido bien aquilatadas, ni analizadas, por los muchos escritores, investigadores e intelectuales que se han ocupado de la extensa obra del autor de Días de guardar (cuya primera versión, de 1969, llevó por título el eco de un pasaje bíblico, Efesios 6:12, Principados y potestades).

En el discurso de Guadalajara regresa al significado de su formación “dentro de las reivindicaciones y temores de la minoría protestante”. Entre las reivindicaciones estaba, aunque todavía no así conceptualizado, el derecho a la diferencia en un contexto de hegemonía católica; la separación Estado-Iglesia(s), la vigencia del Estado laico y un anticlericalismo justificado por los excesos de las cúpulas eclesiásticas en la historia de México. Entre los temores contamos no tanto la invisibilización de la heterodoxia religiosa representada por el protestantismo, como el arrinconamiento persecutorio mediante linchamientos simbólicos y reales ante la indolencia de las autoridades encargadas de garantizar el libre ejercicio de las creencias.

En la muy considerable producción de Carlos Monsiváis sobre las agresiones a la minoría protestante, destacamos su crónica “La resurrección de Canoa”, sobre los terribles ataques perpetrados el 2 de febrero de 1990 por un enfebrecido grupo, que se auto identifica como guadalupano, contra 160 evangélicos en el Ajusco, “en la zona que corresponde a los pueblos de Xicalco y La Magdalena Petlacalco”, dentro de los límites de la ciudad de México. La crónica, con cambios estilísticos, la incluye su autor en El Estado laico y sus malquerientes (Debate-UNAM, 2008), y representa un testimonio crudo de la intolerancia que en los años finales del siglo XX todavía enfrentan los protestantes, y nada menos que en la capital de la República, no en pueblos alejados en el interior del país.




Es infatigable en su crítica al conservadurismo de la derecha. El reciente libro de Carlos Monsiváis, el ya mencionado El Estado laico y sus malquerientes, concentra en sus páginas la batalla histórica, cultural, semántica, moral y política que ha sostenido el escritor en su fructífera trayectoria contra los afanes de los nostálgicos del control de la vida pública por parte de la Iglesia católica.

Esta obra de Monsiváis debe ser leída junto con un volumen que le antecede, Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX (Debate, 2006). En este último su autor “reúne crónicas históricas sobre algunos de los liberales más notables (y radicales) de México en el siglo XIX”. La suya es una revaloración de reivindicaciones vividas cotidianamente en la nación contemporánea, pero cuyo conocimiento de sus orígenes históricos se ha ido diluyendo en la generalidad de la ciudadanía. Tanto por sus resultados como por las desiguales condiciones en que los liberales enfrentaron el autoritarismo político/eclesial católico, esa generación debe tenerse presente como parte aguas de una sociedad que se negaba a permanecer en el oscurantismo tutelado por el integrismo conservador.

La copiosa y admirable producción intelectual de Carlos Monsiváis es polifacética. Para pretender abarcarla hace falta un nutrido grupo de investigadores, conformado por especialistas en distintas materias como las del ancho abanico de intereses evidenciados en el corpus monsivaisiano. Tal vez la mayoría de lectores, y/o estudiosos de su vasta obra, le tengan presente como cuasi omnipresente cronista de la cultura popular y de los movimientos sociales a partir de 1968. Por otra parte es claro que a la par de los temas anteriores, Monsiváis ha dedicado páginas y páginas a dar cuenta de la diversificación de la sociedad mexicana en todos los terrenos. De la misma manera su lid ha estado del lado de la tolerancia, los derechos de las minorías, y una constante disección de los mecanismos conservadores que combaten a una y a otros.

La argumentación a favor del Estado laico, y en consecuencia los intentos regresivos de sus malquerientes, son motivos constantes en los trabajos y los días de Monsiváis. En los tópicos hay componentes de principios intelectuales, pero también realidades vividas que desde muy joven lo conformaron en un liberalismo acendrado. Al referirse a las convicciones de su adolescencia, dice Carlos en su Autobiografía de 1966: “Mi protestantismo duplicaba mi juarismo. Las leyes de Reforma [juarista, 1859-1860] independizaban a la sociedad mexicana de un clero al que jacobina y calvinista y justamente atribuía muy buena parte de los grandes males del país”.

En El Estado laico y sus malquerientes, es demoledora la crítica al clericalismo que pretende el sometimiento a la cúpula eclesiástica católica y sus puntos de vista que se autoproclaman con derecho a tutelar moralmente a una sociedad que hace mucho se independizo éticamente de la Mater et magistra. Es puntual en la obra el seguimiento a los despropósitos de obispos, arzobispos y cardenales que convenientemente olvidan la diversidad social, y aspiran a uncir al conjunto de los mexicanos a una visión de la realidad excluyente de quienes disienten de las aspiraciones clericales a gobernar mentes y corazones en pleno siglo XXI.

Carlos Monsiváis también exhibe los dichos y hechos de políticos, sobre todo del Partido Acción Nacional, que desde el arribo al poder en el sexenio de Vicente Fox y en lo que va del periodo de Felipe Calderón, se han significado por privilegiar las pretensiones de la casta dirigente católica. En lo esencial, esas pretensiones han sido frenadas por una sociedad civil que tiene internalizadas concepciones producto de la independencia ética gestada al amparo del Estado laico. En este sentido, tiene razón Carlos Monsiváis cuando hace notar que el conservadurismo foxista/calderonista, acompañado en la aventura por el clericalismo católico más intolerante de conspicuos purpurados, ha perdido sin ambages todas las batallas culturales por acotar o disminuir la pluralidad ideológica y conductual de la sociedad mexicana.

El Estado laico en México ha significado un alto a las pretensiones hegemónicas de la Iglesia católica, y garantía para las minorías cuyas creencias y prácticas distintas han podido asentarse e iniciar un largo proceso de visibilización social ante quienes les niegan sus derechos y señalan su perversidad al apartarse de las enseñanzas clericales. Lo sintetiza acertadamente Carlos Monsiváis, al recordar que “`Pensamos en generalidades –afirmó Alfred North Whitehead-, pero vivimos en el detalle.´ El laicismo es la generalidad que, en principio, permite acercarse al detalle del modo más libre posible, y por eso la nación en la globalidad, multirreligiosa, diversa, tolerante, sólo puede ser laica”.

En tiempos del conservadurismo gubernamental recalcitrante, y sus reiterados intentos por revertir el fondo común de garantías para todos que representa la vigencia del Estado laico, es de agradecer el ejercicio lúcido de Carlos Monsiváis en una obra que evidencia la cruzada de los malquerientes de la sociedad crecientemente informada, tolerante y diversa.

En distintos artículos y foros, Carlos Monsiváis ha descrito un proceso informativo, analítico y social que es la invisibilización de las minorías religiosas. Para tal ejercicio recurre, con frecuencia, a una referencia literaria, la novela de Ralph Ellison, Invisible Man. El no registrar la existencia de un grupo con raíces históricas en México, que datan de la segunda mitad del siglo XIX, y “borrar cognoscitivamente” su creciente presencia numérica, como en el caso del protestantismo, es un acabado ejemplo de invisibilización y negación de derechos a los peyorativamente llamados sectarios.

“Eso les pasa por andar metidos en las sectas”: tal parece es la posición que todavía subsiste en amplios sectores de la sociedad mexicana, para tratar de explicar los acosos y ataques padecidos por integrantes de confesiones distintas al catolicismo. Si bien es cierto que los hostigamientos y persecuciones contra las minorías religiosas en el país están lejos de ser actos generalizados, sí es preocupante que tengan lugar con cierta frecuencia y que las autoridades municipales, estatales y federales no actúen para frenar a los perseguidores.


1) Carlos Monsiváis, Las alusiones perdidas, Editorial Anagrama, Barcelona, 2007.

Carlos Mnez. Gª es sociólogo, escritor, e investigador del Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano.

Carlos Monsiváis, teología y fe. por Cervantes-Ortiz

24 de junio, 2010

¿Qué consecuencias tiene la teología, una disciplina las más de las veces
inaccesible a los mortales que no quisieran serlo?
¿Ha perdido fuerza o la ha reconcentrado? (1) C.M.



Carlos Monsiváis (1938-2010) fue durante su niñez y adolescencia un militante protestante que recibió una sólida formación bíblica que lo marcó para siempre. Nunca dejó la reflexión, así fuera sesgada y oblicua, sobre los temas religiosos, como una marca de indeleble de dicha militancia. Podría decirse que su obra está “salpicada” continuamente por la preocupación sobre la fe, la religión, el protestantismo y hasta la teología. Los epígrafes, frases, secciones y alusiones continuas a la Biblia, su conocimiento minucioso de la tradición liberal y, sobre todo, su pasión en la defensa por la laicidad, afloran a cada paso.




Él mismo da testimonio de sus lecturas desde su temprana autobiografía, publicada en 1966, a los 28 años, en la cual se aprecia, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, el tipo de materiales que tuvo a su alcance y que, inevitablemente, hicieron de él un lector voraz y analítico:

En el Principio era el Verbo, y a continuación Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera tradujeron la Biblia, y acto seguido aprendí a leer. El mucho estudio aflicción es de la carne, y sin embargo la única característica de mi infancia fue la literatura: himnos conmovedores (“Cristo bendito, yo pobre niño, por tu cariño me allego a Ti, para rogarte humildemente tengas clemente piedad de mí”). Cultura puritana (“Instruye al niño en su carrera y aún cuando fuere viejo no se apartará de ella”), y libros ejemplares: (El progreso del peregrino de John Bunyan; En sus pasos o ¿Qué haría Jesús?; El Paraíso Perdido, La institución de la vida cristiana de Calvino, Bosquejo de dogmática de Kart Barth).(2)

Monsiváis retrató muy la educación religiosa que recibió, así como los típicos usos del aprendizaje bíblico, propios de la cultura evangélica de entonces, marcada por un biblicismo verdaderamente excesivo, sólo que, en su caso, el apego a la traducción bíblica mencionada tuvo un impacto literario extraordinario:

Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante, siempre representada por mí. Allí, en la Escuela Dominical, también aprendí versículos, muchos versículos de memoria y pude en dos segundos encontrar cualquier cita bíblica. El momento culminante de mi niñez ocurrió un Domingo de Ramos cuando recité, ida y vuelta a contrarreloj, todos los libros de la Biblia en un tiempo récord: Génesiséxodolevíticonúmerosdeuteronomio. (3)

A sabiendas de la distancia crítica que tuvo del ambiente religioso en que creció, varios entrevistadores/as trataron de “acorralarlo” para que confesara sus creencias, pero no lo consiguieron. En una de las más conocidas, a propósito de la reedición del Nuevo catecismo para indios remisos (1982, 1997), un libro en el que se mofa a placer de la visión dogmática de la vida, pero en el que se aprecia su profunda mirada religiosa,(4) Elena Poniatowska le preguntó:

¿Cuál fue tu catecismo de niño?
De niño no tuve catecismo por no ser católica mi formación. En todo caso, habré leído alguno de esos catecismos de la Historia Patria que abundaban en las librerías de viejo. Seguramente leí resúmenes de Guillermo Prieto, y en la secundaria intenté leer el de Roa Bárcena y fracasé. Ya en preparatoria leí, no sin morbo, el del Padre Ripalda.

¿Por qué fracasaste en ese aprendizaje de los catecismos?
Porque disponía de un gran equivalente, que rehuye la idea misma de catecismo, La Biblia, leída con cierta perseverancia desde que me acuerdo. Y porque había leído novelas de la formación ejemplar, The Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino), de John Bunyan, muy importante para mí. Pero exagero. Resumiendo, la Biblia fue la madre de todos los catecismos para mí, y el antídoto. […]

¿Te consideras un hombre religioso?
¿Qué te digo? Ni doctrinaria ni programáticamente religioso, pero en mis vínculos con la idea de justicia social, en mi apreciación de la música y de la literatura, y en mis reacciones ante la intolerancia, supongo que hay un fondo religioso. Ahora, tampoco me gusta describirme como una persona religiosa, porque la mayor parte de las veces se asocia lo religioso con el cumplimiento de una doctrina muy específica y no es mi caso, pero si lo religioso se extiende y tiene que ver con una visión del mundo, con los deberes sociales, con el sentido de trascendencia, pues sí sería religioso... Ahora que te lo dije me sentí en falta, porque ya lo que sigue es mi autocandidatura a la canonización y allí sí me detengo.
(5)

Esta defensa de su intimidad religiosa no le impidió nunca tomar partido por la reivindicación crítica del protestantismo, con el que parecía tener una relación de amor-odio, aunque su testimonio permanente fue de apego entrañable, sobre todo, a los himnos y las lecturas clásicas de ese ambiente. Poniatowska puso muy bien el dedo en la llaga del protestantismo de Monsiváis, con una pregunta obligada:

Carlos, tu Catecismo critica a la religión católica, ¿harías lo mismo con el protestantismo?
No critica a la religión católica. No pasa por la fe, pasa por el lado de la locura extendida en algunas creencias. En lo tocante a la religión, el pasmo es tan inmenso que me impide pronunciamientos, pero los desafueros a nombre de esas creencias me han resultado desde niño muy divertidos, y me propuse atender ese mundo no tan marginal, pero nunca central, de las creencias católicas en México y examinarlo a la luz de la sátira. En cuanto al protestantismo, el tipo de supersticiones que ha provocado es distinto al católico, pero no por ello deja de parecerme divertido. Lo que pasa es que me llevaría más tiempo, y no sé si hay el conocimiento suficiente de estos prejuicios para que el resultado no fuese una querella de gueto.
(6)

Otras dos entrevistas importantes se publicaron en la revista presbiteriana El Faro y en Proceso. En la primera, realizada por Luis Vázquez Buenfil, las preguntas son incisivas, pero él las respondió con demasiada brevedad, apuntando hacia el impacto vital de lo que experimentó en sus años formativos y su visión adulta colocada en su perspectiva de escritor:

¿Milita actualmente en alguna iglesia?
No. Yo soy cultural y musicalmente cristiano pero no tengo una relación activa con el credo.

¿Cómo fue que recibió esta formación?
Mi familia sí es muy protestante. Son muy militantes todos. Pero yo tuve más bien una enorme inclinación por la Biblia como literatura que sigo teniendo, y por la historia de las iglesias reformadas. Pero no tanto por la práctica cotidiana. Soy, al respecto, de un “cristianismo marginal”, no sé si así se pueda decir.

¿Esa herencia teológica, cultural, judeocristiana, le ayudó a descubrir la vocación como escritor?
No sé. Lo que es cierto es que, si tengo alguna influencia imperceptible en mi prosa, y si tengo prosa las dos cosas, es la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera que fue, para mí, el libro más formativo. Después vinieron muchos otros, pero creo que ninguno me marcó tan categóricamente como la traducción de la Biblia de Reina y Cipriano de Valera. Por eso lamenté tanto la versión de 1960 que me parece, literariamente, muy inferior. […]
(7)

También externó la manera en que veía la función del protestantismo, compartida solamente por los espacios más abiertos de las iglesias, pues en los años 80, sobre todo, el triunfalismo de muchos grupos y, en los 90, su acceso irreflexivo a la política, era, para muchos desesperante, aunque él veía el carácter minoritario del protestantismo desde el plano estrictamente cultural y educativo:

La condición de minoría del protestantismo ¿le da una cierta ventaja o es más bien una desventaja?
Depende. Si no hay información, si no hay lecturas, se vuelve desventaja. Si hay información, si hay lecturas, si hay una solidificación cultural de la fe, es una gran ventaja. Pero desde la ignorancia, el fanatismo prende con rapidez y el fanatismo es una actitud muy desarmada.

En sus palabras, ¿en qué ha contribuido el protestantismo a México?
Bueno, ha contribuido en el aumento de la tolerancia, nada más por el hecho de su mera existencia. Si hay gente que persiste en ser distinto, eso contribuye a la diversificación, a la pluralidad y a una idea de diversidad respetuosa. Ha contribuido enormemente en el campo de la lectura. Esto ahora es menos visible, pero en la primera mitad del siglo, lo que fue la difusión de la Biblia, fue extraordinario desde el punto de vista de la lectura. Y ha contribuido con seres humanos excepcionales, desconocidos, anónimos, pero con una muy recia actitud moral. Ésas han sido, creo yo, básicamente sus contribuciones.

¿Sus debilidades?
La cerrazón fanática. El olvido del mundo por un criterio mesiánico. El conservadurismo es materia de costumbres y, algo que también me importa mucho, considerar que no pueden intervenir en la vida pública porque el protestantismo es una limitación. Ésas, para mí, son sus debilidades básicas. […]


No dejó, en ese momento, de reconocer la deuda con sus maestros, principalmente con Báez-Camargo, aunque no dejó de criticarlo: “Fue mi maestro de Escuela Dominical. También fue un personaje que luego se derechizó muchísimo y en el 68 tuvo una conducta terrible. Pero finalmente lo respeto y le debo, intelectualmente, muchísimo”.(8)

En la entrevista de Proceso, Rodrigo Vera también lo abordó en relación con su pasado religioso y en su respuesta se puede ver cómo procesó la marginación y el rechazo de que aún fue objeto, mediante un filtro cultural que hoy se echa tanto de menos en las comunidades, pues las lecturas y autores que alude son desconocidos para las nuevas generaciones evangélicas. Intolerancia, literatura e identidad se mezclaron en su horizonte de una forma extraordinariamente creativa:

Al respecto, ¿cuál es su formación?
Doctrinariamente, me formé en el más estricto protestantismo histórico, y por eso uno de mis primeros héroes fue el almirante Gaspar de Coligny, asesinado en la Noche de San Bartolomé, episodio que fue sin duda mi encuentro inaugural con el significado de la intolerancia. En materia de lecturas iniciáticas, además de la Biblia en la admirable versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, me acerqué a libros como El progreso del peregrino, de John Bunyan, o a biografías de John Wesley y William Penn. A eso le añadí un conocimiento muy directo del pentecostalismo. Pero lo anterior son datos privados, por así decirlo; mi formación genuina como protestante se la debo en gran medida a las percepciones externas, que situaban a las minorías religiosas en el espacio de lo ajeno, lo choteable, lo amenazante. Durante la primaria y la secundaria, no conseguí olvidar mi condición protestante porque los demás nunca lo hicieron y una de mis tareas importantes (aunque esto se me aclaró mucho después) fue rechazar la identidad que se me atribuía. Los integrantes de una minoría cultural se saben distintos, no sólo por sus creencias o conductas específicas, sino por el registro externo de esas creencias que, en el caso del protestantismo, describían una fe antinacional, ridiculizable y de mal gusto. En los años cuarenta y en los cincuenta ni existía ni se concebía la pluralidad. México era un país católico, guadalupano, priísta, mestizo, machista y formalmente laico.

¿Cuál fue su experiencia directa con la intolerancia religiosa?
Una muy aguda pero, por fortuna para mí, básicamente verbal y con agresiones mínimas. Por supuesto, en más de una ocasión no se me invitó a casas de compañeros porque el padre o la madre no auspiciaban el trato con heréticos y, también, me desconcertaba un tanto al llegar a casa de un compañero y ver el letrerito en la ventana: “En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda protestante”, lo que, aunque no existiese, me obligaba a cancelar mi proselitismo. Me acuerdo, una vez, en la secundaria, cuando la madre de un compañero, muy católica según me habían dicho, me preguntó: “¿Y qué hace tu familia los domingos?”. Intimidado, repliqué eludiendo la mención de los himnos y la Biblia: “Fíjese que nos dedicamos a la lectura y la vocalización”. Pero fuera de la Ciudad de México desaparecía esta tolerancia-por-abulia. Entre 1945 y 1953 o 54 aproximadamente, la jerarquía auspicia, y no muy discretamente, campañas de odio y persecución contra los protestantes, los proyanquis que traicionan a la nación que es apéndice sentimental de la Basílica. El hereje (el aleluya) era el descastado, el payaso… Todavía recuerdo una portada de Tiempo, el semanario de Martín Luis Guzmán, en 1952: “Contra el Evangelio, la Iglesia católica practica el genocidio”. […]
(9)

Además, veía claramente las diferencias entre el protestantismo de su época y el actual, sin falsa nostalgia ni apocalipticismo:

¿Cuáles son las diferencias más considerables entre el protestantismo de su infancia y el actual?
La fundamental: se ha normalizado, por así decirlo, la presencia del protestantismo mexicano que ya sólo en una porción mínima de casos depende del dinero estadunidense. No obstante los esfuerzos de la jerarquía católica y de los antropólogos marxistas especializados en la pureza de la Identidad Nacional, desapareció entre los protestantes, por lo menos perceptiblemente, ese sentimiento de culpa de no ser como la mayoría. En el universo plural que vivimos, el protestantismo es ya socialmente hablando opción legítima, salvo en las zonas con cacicazgos exterminadores o clero católico muy intolerante. Y en el protestantismo, también, se han reabierto espacios intelectuales cerrados por más de 40 años; hay historiadores de la calidad de Jean-Pierre Bastian y, algo decisivo, se canjea la gloria del martirologio por la defensa de los derechos humanos, y se exploran las posibilidades de intervención cívica. (Esto, no sin las típicas presunciones demagógicas de quienes se declaran representantes del conjunto.) La intolerancia persiste, pero ya, salvo casos muy específicos, el de San Juan Chamula sobre todo, no deja las profundas huellas psíquicas de antaño. Y los avances en materia de normalización de creencias son numerosos, y sólo falta desvanecer el ridículo que siempre se le endosa a las creencias ajenas.
(10)

A lo dicho hasta aquí hay que agregar su profundo conocimiento de la historia del país y los cruces de ésta con los avances de un protestantismo que, en su infancia y juventud era eminentemente liberal y juarista, para mayores señas. No hay que olvidar que Monsiváis colaboró también en un vasto proyecto, la Historia general de México (publicado por El Colegio de México), en donde se encargó de hacer la crónica cultural del periodo posrevolucionario. Así respondió a otra pregunta expresa sobre la reacción protestante ante la persecución:

En la década de los cincuenta no se concebía siquiera la noción de derechos humanos, y menos aplicada a las libertades religiosas. Existían en la Constitución, pero el asunto no le concernía a la izquierda por considerar a los protestantes “avanzada del imperialismo”, y el PRI era terriblemente prejuicioso. También, y esto es definitivo, la información era escasa o nula; un protestante lazado y arrastrado a cabeza de silla no era noticia, y sólo Tiempo, gracias al liberalismo consecuente de Guzmán, le dedicaba espacio al tema. Y fue muy débil la respuesta de los protestantes. Había una Comisión Nacional en Defensa del Evangelio (sic), que organizaba cada 21 de marzo una marcha y un mitin en el Hemiciclo a Juárez, pero no mucho más. Y lo que imperó, muy negativamente según creo, fue el amor por el martirologio, no al modo cristero, porque el pacifismo evangélico era a ultranza, pero sí con la fe en las potencias del suplicio propias del cristianismo primitivo. Y el resultado fue inequívoco: la Iglesia católica frenó el desarrollo del protestantismo persiguiéndolo y marginándolo a fondo. A esto luego se agregó, muy eficazmente, y con la ayuda de antropólogos marxistas, la imposición del término sectas, con su carga implícita y explícita de oscuridad, conjura, creencias satánicas. La campaña de exterminio borró mucho de lo obtenido en las primeras décadas del siglo, la incorporación de los protestantes a la vida pública (los ejemplos van de Pascual Orozco a Moisés Sáenz y Rubén Jaramillo), y por eso, en su mayoría los protestantes se consideraron sin así decirlo, expulsados de la nación, ciudadanos de tercera sin voz ni voto. Era devastadora la sensación de ajenidad y muchos, por comodidad, al casarse con gente católica mudaron de fe para integrarse socialmente. Otros renunciaron a sus convicciones porque un puesto público bien valía una misa. Y en cuanto a la ideología, los protestantes solían llegar hasta el juarismo, y no más. Esto hasta los años setenta, cuando inesperadamente para mí, comienza la expansión, sobre todo en el Sureste, del protestantismo y las confesiones para-protestantes. El crecimiento demográfico sobre todo derribó los muros de contención. (11)

La lucha protestante por la pluralidad, aun cuando fue bastante inconsciente, no la veía como parte del proceso más amplio de democratización del país, algo que a los propios evangélicos les ha costado entender, particularmente aquellos que niegan, por ejemplo, los espacios de liderazgo a las mujeres. Siempre advirtió los riesgos del retroceso en el papel del Estado laico ante los ataques de los jerarcas católicos de mentalidad decimonónica. Y lo mismo pensaba sobre los fundamentalismos evangélicos. Por eso, a la pregunta sobre las ventajas y desventajas del crecimiento evangélico, respondió así:

No asocio en lo mínimo el estallido de credos distintos al católico con la emergencia de la sociedad civil. Una cosa es el ansia de experiencias religiosas convincentes y otra el hartazgo ante el autoritarismo. No creo que haya algo equivalente a “la democratización confesional” y le tengo miedo a la manipulación política de la religiosidad, por las consecuencias lamentables tan a la vista. Ahora, sin ganas de contradecirme, veo muy positiva y, en momentos incluso admirable, la participación de los cristianos en la medida en que no quieran imponer dogmas ni eliminar las grandes conquistas de la pluralidad yla secularización. No creo, en las circunstancias actuales de México, en las ventajas de un partido católico o de uno protestante, pero estoy convencido de los beneficios de la intervención de los cristianos en la lucha democrática, aunque, en este orden de cosas, deploro la ausencia de críticas de las comunidades eclesiales de base a la intolerancia religiosa en Oaxaca, Chiapas y Nayarit, por ejemplo, y su timidez, por decir lo menos, en las cuestiones de bioética y asuntos tan urgentes como la despenalización del aborto y la difusión de medidas preventivas contra el sida. El fundamentalismo católico y el protestante son, por distintas vías, muy antidemocráticos, aunque el poder y sus consecuencias letales son asunto del fundamentalismo católico.

¿En qué medida el Estado y la Iglesia católica han auspiciado la expansión protestante?
Lo que auspicia el arraigo de la pluralidad es, por un lado, la Constitución de la República y su reconocimiento de la libertad de cultos y, por otro, la vida contemporánea y su rechazo de las exclusiones. Al Estado no le ha importado nunca la persecución a la disidencia religiosa, y si hoy, excepcionalmente se ocupa un tanto de las expulsiones en San Juan Chamula, es porque el fenómeno se da a la luz del EZLN y Chiapas, y porque, como sea, la tolerancia es un logro social. En cuanto a la contribución (involuntaria, desde luego) de la Iglesia católica, me interesaría saber por qué, luego de cinco siglos de conversión de un país, lanza audazmente la consigna de la nueva evangelización.
(12)

Y es que su crítica al papel del catolicismo en México era despiadada, motivo por el cual siempre fue mal visto por sus representantes. Se trata de una crítica incisiva a la falta de actualización y pertinencia de dicha tradición, al menos en nuestro país:

¿Percibe cambios en la religiosidad del pueblo de México? ¿La Iglesia católica perdió ya el monopolio de las “almas”? ¿Podría inclusive ser desplazado el guadalupanismo?
Sí percibo camhios, y enormes, en la religiosidad del pueblo de México. La mera coexistencia de credos es un hecho extraordinario, y la aceptación creciente o irreversible de la diversidad, también. ¿Quién ubica hoy seriamente a los protestantes como “herejes”, con todo y la carga de leña acarreada para la hoguera? ¿Quién, en rigor, describiría a un no-católico como “hijo de Satanás”? Y observo también el fenómeno, denunciado por los obispos católicos, del “ateísmo funcional” de 90% de los mexicanos. En materia religiosa, la tendencia es ser sinceros con las creencias, aunque en las clases adineradas declararse católico, y contribuir con poderosos donativos al Vaticano, es una compra del cielo de la respetabilidad y, si se puede, del cielo strictu sensu.
Nadie dispone ya del “monopolio de las almas”. Hay, sí, un catolicismo mayoritario, y un guadalupanismo profundo que no será desplazado. Pero este guadalupanismo, aun en las zonas de máxima intolerancia, se ve obligado a convivir con otros credos. Ya hoy, lo guadalupano no se sinónimo forzoso de lo mexicano, aunque sin lo guadalupano no se explica lo mexicano, sea esto lo que sea.
(13)

Mención aparte merece el libro que Monsiváis publicó al alimón con Carlos Martínez García, en donde hace una defensa enérgica del protestantismo y la laicidad. (14) Uno de sus textos más brillantes es “Acúsome, padre, de fomentar la tolerancia”, de donde extraemos esta muestra de diálogo religioso-teológico con la cultura mexicana (algo que en el ámbito católico actual solamente llevan a cabo Gabriel Zaid y Javier Sicilia) en un punto crítico:

Entre nosotros, el afán teocrático tarda en desaparecer y, todavía a principios del siglo XX ―léase la admirable descripción de Agustín Yáñez en Al filo del agua― retiene zonas del país, se opone con ira ―a veces armada― a la libertad de creencias, sojuzga desde el confesionario y niega las realidades del instinto en nombre de la moral. […]
En el siglo XX, la cultura patriarcal se bifurca. Por un lado, la Iglesia católica se jacta, no sin motivo, de su influencia sobre las mujeres, convencidas de su carácter de vestales de la tradición y de sus responsabilidades como correa transmisora de la fe (vigilar y castigar) y, por el otro, el Estado, o mejor, los gobernantes, no conciben la realidad de mujeres concretas, y sólo ven a las esclavas dóciles de la voluntad eclesiástica, a las beatas, a las solteronas.
(15)

Su apreciación del valor teológico de la poesía escrita por autores católicos del siglo pasado es una lección de rigor, pues conoció detalladamente su obra, de la cual no deja de reconocer sus virtudes aun cuando se enmarcan dentro de un conservadurismo inocultable:

Esta corriente es, creo, lo mejor de una cultura. “Antes ―afirma Octavio Paz― los católicos se aislaron… desde la mitad del siglo pasado [XIX] los católicos se automarginaron. Sólo los poetas como López Velarde ―tal vez nuestro mejor poeta― se atrevieron a ser católicos”. Y, también, se propusieron hermanar creencias y obra, y hacer estética a partir de los vislumbramientos de la fe. Además de López Velarde, es preciso mencionar a Alfredo Placencia, Francisco González de León, Carlos Pellicer y los hermanos Méndez Plancarte. Es el espacio de la Suave Patria, la emoción de la unidad de fe y vida (de sensaciones y vivencias) rescatada perennemente en el poema, la grandeza del idioma al servicio de la experiencia religiosa. (16)

En la misma línea de Zaid (en un ensayo memorable de 1989 (17) Monsiváis penetró con extrema solvencia en ese espacio religioso de producción cultural para reconocer las virtudes de una literatura que no es suficientemente conocida a pesar de que concentra mucho del espíritu de la época que la produjo, en términos de la búsqueda espiritual que contiene. No le fueron ajenos los vaivenes y contradicciones de estos autores en su lucha agónica por ser creyentes y escritores modernos.

Monsiváis nunca se asumió como teólogo y se lo expresó a Poniatowska, cuando ésta lo interrogó sobre la razón de no abordar “seriamente” la religión: “Porque no soy teólogo. Hasta ahora mi registro de la religión ha sido a través de la literatura y del rechazo a la intolerancia”. (18)

El artículo del cual procede el epígrafe de este texto es una muestra de la forma en que estuvo siempre atento a los desarrollos de la teología actual, pues aunque no suscribió las ideas de la teología latinoamericana, no por ello dejó de observarla con mirada crítica. En dicho artículo, formalmente una reseña del libro Teólogos católicos del siglo XX (2006), del dominico escocés Fergus Kerr, Monsiváis deja ver los nombres más conocidos por él: Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Hans Urs von Balthasar, Hans Küng, Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, y agrega: “El exégeta de Kerr, R. R., Reno (en la revista First Things, mayo de 2007), desdeña a dos de los elegidos, Schillebeeckx y Küng, que le parecen más representativos que originales, y de ningún modo pensadores importantes, pero Kerr reivindica a la decena que ‘ha modificado el modo de pensar de la Iglesia’”.(19) Así resume su lectura general de la teología católica del siglo XX al trazar puentes con lo sucedido en México:

El rasgo definitorio del pensamiento católico de 1850 a 1950, según Kerr, es un argumento elaborado con eficacia, que declara el fracaso de todas las soluciones modernas, de Descartes a Locke, de Kant a Comte, de Rosseau a Stuart Mill, de Schleiermacher a Hegel, y, arguye en cambio la “solución perdurable” que viene de la estructura básica de la teoría tomista del conocimiento, y del recuento tomista de la naturaleza y la gracia.
Al llegar a este punto me detengo y vislumbro la historia de la teología en México. El tomismo, o lo que así se consideraba, y que muy sucintamente es la supremacía de la fe sobre la razón, y es también la interpretación de la Biblia sobre el significado espiritual, sojuzgó los seminarios y amplió casi por completo los debates, a solicitud de una jerarquía política y de la formación integrista de los que pasaban por eminencias. Se caracteriza esta etapa por "el miedo a la modernidad" y por la sucesión de estrategias que culminan con el Syllabus de los errores (1864), la encíclica de Pío Nono con su lista de "ismos perversos": el racionalismo, el liberalismo, el protestantismo, el socialismo y el comunismo. ¡Ah, y la masonería! Kerr niega que el Syllabus expresa el "miedo a la modernidad", pero Pío Nono se desatiende de la acusación y sostiene: "Cuando en la sociedad civil es desterrada la religión e imperan la libertad de conciencia, de cultos y de expresión, se pierde la verdadera idea de la justicia y el derecho”.[…]
Si se revisa algo del material ya cuantioso de la historia de la religión católica en América Latina, se verá cómo sin confrontación teológica alguna, el neotomismo se adueña de los seminarios y allí se traduce en rutina y llamados a la supresión de libertades. Luego, ya a partir de 1920 ó 1930, sin perder su sitio de honor, el neotomismo se diluye y lo sustituye la memorización estricta de la fe, sin Aristóteles de por medio; una reverencia mnemotécnica iniciada en los seminarios que se extiende en la sociedad y que, en varias regiones, afecta a círculos amplios y obliga a memorizar lo incomprensible: “Si se entiende no es verdad”.
(20)

Cualquier parecido con la realidad protestante actual no viene al caso mencionarla. La atención que Monsiváis le presta al escaso diálogo entre teología y cultura, le hace apuntar directamente sus dardos hacia la influencia verdadera de la teología en la fe de los creyentes:

Según Kerr, el fracaso mayor de "la Generación Heroica", la de los 10 teólogos a las que examina y consagra, no es un error o una serie de errores teológicos; su fracaso es cultural y hasta cierto punto inevitable, y radica en su soberbia o su impaciencia de pensamiento. Al interpretar así la fe, alega Kerr, perpetúan el mito según el cual el pensamiento católico del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX es "un desierto muy vasto de teología seca y polvosa, sin significado espiritual". No es tal cosa, sostiene el dominico, estos pensadores olvidan que la teología ´seca y polvosa´ ha formado a la sociedad en el rechazo de las herejías. Es una lástima, concluye, que gente tan eminente no haya entendido "la fe del carbonero" (la simpleza de espíritu que entiende de las razones del corazón), por centrarse en el matiz y reinventar la complejidad. […]
La modernidad (lo que ésta sea, como a ésta se le defina) queda situada como el enemigo, por las razones que la Iglesia católica juzga convenientes y que, teológicamente, son asuntos estrictos de los creyentes, pero cuya resonancia, al afectar a la sociedad en muy diversos asuntos, lleva a los enfrentamientos actuales porque la laicidad reivindica sus derechos, y la modernidad admite definiciones muy positivas.
(21)

Finalmente, en su participación en el congreso internacional ¿Es verdad que Dios ha muerto?, con la ponencia “Danos hoy nuestra teología cotidiana”. Monsiváis señaló: “La ‘privatización de la teología’ a cargo de los especialistas. ¿Cuántos están al tanto de lo que quiere decir ‘ataraxia’?, ideal supremo de felicidad que alcanza el alma después de calibrarse por la moderación en los placeres del cuerpo y el espíritu; ¿cuántos entienden el latín, mientras dura como lenguaje de las misas?; ¿cuántos saben de la dulía y la hiperdulía?, formas de culto por encima de todo; ¿cuántos lograrían definir el monofisismo?, doctrina según la cual todos los humanos provienen del matrimonio de Adán y Eva. La teología muy especializada nada puede contra un grabado de Doré”. (22) Para él, “la teología popular, término muy favorecido por la izquierda religiosa, era hasta hace poco una colección de relatos del asombro, mezclada con ventas de reliquias, exhibición de los rosarios del turismo religioso bendecidos por el Papa, o incluso empuñados con propósitos milagrosos ante la televisión en cualquiera de las visitas papales”.(23)

Fustigando a los teólogos, sobre todo católicos, por su escaso impacto en la fe colectiva, Monsiváis agregó que “la teología para deleite exclusivo de los teólogos –por lo menos de unos cuantos– pasa inadvertida; no hay libros de teología que aporten ideas y visiones filosóficas de conjunto que dialoguen con la comunidad de creyentes. Véase los libros más leídos de un largo periodo: El Catecismo del padre Jerónimo, de Ripalda; Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, hasta llegar a la Historia de la Iglesia, del padre Bravo Ugarte, y el enjambre de opúsculos, en especial los folletos todavía hoy repartidos por la jerarquía católica […]”.(24)

En este recorrido panorámico se puede apreciar que las incursiones teológico-religiosas de Monsiváis forman parte de su esfuerzo por abarcar una de las preocupaciones que nunca dejaron de provocarlo: el desenvolvimiento de la fe en sus variables individual y colectiva.(25) Quizá un buen cierre sea citar las palabras finales de la ponencia citada líneas arriba, otra muestra de su acceso constante a la teología contemporánea:

Para el teólogo católico alemán Johannes B. Metz, el defecto más serio en la teología moderna es su “privatización”, el envío de Dios y la religión al mundo subjetivo, interno de la persona. Para él, la gran tarea es “desprivatizar” la fe, liberar la religión de la subjetividad, exigirle a la teología que reclame su papel político, puesto que todo ser humano es homo religiosus y homo politicus, y separarlos es un acto antinatural que produce una suerte de esquizofrenia en el individuo, junto con la trivialización de la fe y dejar a la sociedad en manos de los más empedernidos buscadores del poder. Lo que Metz propone lo intenta cumplir la Teología de la Liberación, un movimiento hoy hecho a un lado por el conservadurismo dominante. […] (26)




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(1) C. Monsiváis, “Del miedo o el amor a la modernidad”, en El Universal, 13 de mayo de 2007, www.eluniversal.com.mx/editoriales/37561.html.
(2) Carlos Monsiváis, México, Empresas Editoriales, México, 1966 (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos), pp. 13-14.
(3) Idem.
(4) Cf. C. Monsiváis, “El misterio (teológico) del cuarto cerrado”, en La Jornada Semanal, 22 de diciembre de 1996, www.jornada.unam.mx/1996/12/22/sem-monsivais.html. En la entrevista citada, Monsiváis dice lo siguiente sobre el Nuevo catecismo…: “Es un intento de glosar, de llevar a su consecuencia extrema la lógica de las supersticiones. En la Nueva España, por el modo en que se implantó la fe y por esa lenta asimilación de una creencia nueva en un medio tan salvajemente sometido, se produjo una cantidad enorme de supercherías, en sí mismas manicomiales. Y me atrajo la idea de llevar a sus consecuencias a fin de cuentas previsibles lo ya concebido desde la más vigorosa fantasía. Sé que es imposible contender con la fantasía desprendida de las creencias religiosas o equipararse a ella, pero el intento me absorbió un tiempo”.
(5) E. Poniatowska, “Los pecados de Carlos Monsiváis”, en La Jornada Semanal, 23 de febrero de 1997, www.jornada.unam.mx/1997/02/23/sem-monsivais.html.
(6) Idem.
(7) L. Vázquez Buenfil, “El protestantismo ha hecho progresos, pero todavía tiene zonas conservadoras, sostiene el escritor Carlos Monsiváis”, en El Faro, mayo-junio de 1994, pp. 81-83.
(8) Idem.
(9) Rodrigo Vera, “Monsiváis, protestante de raíz familiar: ´Serlo es ya una opción social legítima, salvo en zonas con cacicazgos exterminadores o clero católico muy intolerante", en Proceso, núm. 1018, 6 de mayo de 1996, pp. 24-25. Énfasis agregado.
(10) Idem.
(11) Idem.
(12) Idem.
(13) Idem. Otra entrevista muy interesante en cuanto a lo que aporta sobre la manera en que Monsiváis valora el protestantismo actual es “La fe de Monsiváis”, publicada en http://navegandoporlafe.blogspot.com/2009/12/la-fe-de-monsivais.html, donde, entre otras cosas, se expresó así acerca del ecumenismo en México: “No le veo el menor sentido al ecumenismo. Se planteó, sobre todo, bajo el influjo de la teología de la liberación como una manera de un grupo de pastores radicalizados hacia la izquierda de encontrar el enlace con las Comunidades Eclesiales de Base. Me parece que fue un disparate. Porque el catolicismo mexicano tal y como lo predican y ejercen sus líderes es intolerante, se niega al ecumenismo, y sólo habla de las iglesias históricas en la medida en que se convencen de que no tienen aumento demográfico. Es feroz su oposición a los protestantes que no están clasificados como incapaces de gran desarrollo demográfico. […] El señor Cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Iñiguez dijo, textualmente: “Se necesita no tener madre para ser protestante”. ¿De qué ecumenismo se nos está hablando? Creo que lo que importa es el respeto a la diversidad, el multiculturalismo al que tenemos acceso. Y mientras haya esa intransigencia tal y como lo ejemplifica mejor que nadie el Papa Juan Pablo II, hablar del ecumenismo es hablar de una rendición que, por otra parte, sólo merece de la mayoría católica puntapiés. Pensar en el ecumenismo cuando hay una burocracia de seis millones de personas, que es la que maneja la iglesia católica, es suponer que esa burocracia está dispuesta a alianzas o a entendimientos o a actitudes de tolerancia, cuando una burocracia no tiene esos respiraderos; una burocracia procede implacablemente porque está en su naturaleza actuar así. Yo no sé de qué me hablan cuando me dicen ecumenismo”.
(14) C. Monsiváis y C. Martínez García, Protestantismo, diversidad y tolerancia. México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2002, descargable: www.cndh.org.mx/publica/libreria/Protestantismo.pdf.
(15) Ibid., p. 37. Esta ponencia se publicó primero en El Nacional, 17 de junio de 1993, pp. 9-10.
(16) Ibid., p. 41.
(17) G. Zaid, “Muerte y resurrección de la cultura católica”, en Vuelta, núm. 156, 26 de noviembre de 1989, www.letraslibres.com/pdf/2820.pdf.
(18) E. Poniatowska, op. cit.
(19) C. Monsiváis, “Del miedo o el amor…”.
(20) Idem.
(21) Idem.
(22) Arturo Jiménez, “La insistencia mediática debilita las religiones, no las fortalece: Monsiváis”, en La Jornada, 12 de octubre de 2008, www.jornada.unam.mx/2008/10/12/index.php?section=cultura&article=a08n1cul.
(23) Idem.
(24) Idem.
(25) Prueba de su interés en este tema es la colaboración de Monsiváis en el volumen colectivo Ateologías, coordinado por Benjamín Mayer Foulkes (México, Conaculta, 2006).
(26) C. Monsiváis, “Acúsome…”, p. 43.

Cervantes-Ortiz es escritor, médico, teólogo y poeta mexicano.